LA EUCARISTÍA NOS CONGREGA,
NOS UNE,
NOS HACE HERMANOS Y HERMANAS.
Al contemplar el corazón de Dios, unidad de amor; al
sentir sobre nuestro ánimo su aliento que nos empuja;
podemos pensar que lo divino está tan lejos que sólo nos
roza su presencia, que es inalcanzable para nosotros,
pobres pecadores. Y es verdad.
Pero por amor gratuito, sin merecimiento alguno, esa
distancia ha desaparecido desde que Dios asume nuestra
carne en la persona de Jesucristo. Dios se hace humano
en la debilidad de lo humano. En el cuerpo de Cristo,
nuestra frágil naturaleza se ha convertido en camino
hacia Dios.
Nada hay más sagrado que el cuerpo de una persona que
va derramando su sangre a lo largo de la vida. Los
cuerpos destrozados del mundo de tantos hombres y
mujeres, víctimas de la barbarie y el despropósito, son
hostias vivas, sacrificio santo. La sangre que ha regado
y, desgraciadamente, sigue bañando campos de muertos,
sobre los que se asientan el poder y la riqueza de los
tiranos, es la señal de la nueva alianza.
El dolor de un pobre es la mejor custodia para el cuerpo
de Cristo. Él sólo entiende de amor entregado, de pasión
por el Reino, de fidelidad hasta el final.
“Haced ESTO es conmemoración mía”, entregaos como
yo, amad como yo, morid como yo, vivid como yo.
Cuando extiendas tu mano o abras la boca para recibir el
cuerpo del Señor, recuerda que no hay comunión sin
entrega, sin amor que se ofrece y se regala hasta la
extenuación; recuerda que el cuerpo del Señor no huele a
perfume ni a cremas, sino a sangre derramada, a clavos y
a heridas abiertas; recuerda que el cuerpo del Señor no
inspira comodidad, seguridades materiales, bienestar y
confort, sino sacrificio oblativo, amor que se desvive y se
vacía.
Y recuerda que comulgar es construir tu persona en la
persona de Cristo; que por las calles no pasea bajo palio
la magia de un Dios oculto, sino el amor de Dios que se
te entregues al mundo por
Amor. (Autor desconocido)
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